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    LA MUERTE Y LA MUERTE DE QUINCAS BERRO DÁGUA

     

    Jorge Amado

     

     

     

     

     

    Para Zélia, en la rampa de los veleros.

     

    A la memoria de Carlos Pena Filho, maestro de la poesía y de la vida,

     

    Berrito Dágua en la mesa del bar, co­mandante defina palidez en la mesa de póquer, que hoy navega en mares ignotos con sus alas de ángel, esta histo­ria que le prometí contar.

     

    Para Laís y Rui Antunes, en cuya casa, pernambuca­na y fraternal, crecieron, al calor de la amistad, Quincas y su gente.

     

     

     

     

    Este libro resulta pequeño y sabroso como una aceituna E N G (copista)

     

     

     

     

    "Que cada cual cuide de su entierro; no hay imposibles. "

    (Frase póstuma de Quincas Berro Dágua, según Quitéria, que estaba a su lado.)

     

     

    LA MUERTE Y LA MUERTE DE QUINCAS BERRO DÁGUA

     

    por Vinicius de Moraes

     

     

     

     

     

     

    A la manera de dos frases musicales, simples y bellas, Jorge Amado acaba de escribir las que, para mí, son la me­jor novela y la mejor "nouvelle" de la literatura brasileña: Gabriela, clavo y canela y La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, publicada esta última en el número de junio de la revista Senhor. Para asegurarme, todavía anduve releyendo, estos últimos días, Dom Casmurro, Quincas Bor­ba y una serie de cuentos del viejo Machado; estilista más fino, sin duda, el escritor carioca, con la gracia de su ceni­cienta silogística y la paciente ordenación de los personajes en el tiempo y, en el espacio. El bahiano, a pesar del refina­miento que, poco a poco también está logrando, todavía se regodea en el zumo de su lenguaje, todavía se toma las co­sas a la ligera, como se dice. ¡Y menos mal que lo hace! Por­que si es verdad que el estilo es el hombre, Machado es más estilo que hombre, y Jorge Amado más hombre que estilo.

    Y es ésta, en última instancia -por lo menos en mi opi­nión- la clase de escritores que realmente fecundan la len­gua, que realmente liberan a los personajes de su propia, trama psicológica y los hacen saltar, vivos y ardientes, hacia este lado del libro.

    No somos un país de grandes prosadores. Algunos de los mejores son, para mí, poetas como Bandeira y Drum­mond, o poetas incipientes, como Rubem Braga, que es en este momento -pese a la frecuente displicencia que la obligación de la crónica diaria le impone- el mejor prosa­dor del idioma. Digo prosa, entiéndase bien. Grandes novelistas tenemos, algunos de los cuales unen a la vocación - incomparables cualidades de estilo. Infelizmente, en esta línea, el mayor de todos ellos -según mi opinión- ha muerto: Graciliano Ramos. Pero la mayoría de los que procuran narrar con estilo, siguiendo la huella del viejo Ma­chado, o por imperativo de su propia condición de escritor, dejaron secar su lengua, no hicieron de ella un sabroso pan, fragante y esponjoso, sino que produjeron finos bizcochos quebradizos, que se prueban una vez con deleite pero cuya repetición resulta empalagosa. A éstos prefiero, francamente, la negligencia estilística de un José Lins, de un Jor­ge Amado de la primera época, de un Otávio de Faria; ne­gligencia que, si bien perjudica el placer sibarita de la lectu­ra cómoda, en nada les quita la capacidad de crear mundos novelísticos donde los personajes "viven".

    Me parece francamente hermoso el crecimiento de un escritor como Jorge Amado que, viniendo de un libro lleno de defectos como El país del Carnaval, arriba a esta obra maestra que es Quincas... Crecimiento verdadero como la vida, que va de abajo hacia arriba sin negarse a las torpe­zas; no un crecimiento decorativo, de araucaria, sino de ár­bol que da sombra y frutos carnosos, que da parásitos y pá­jaros: una gorda y resinosa manga. Y qué mejor compara­ción, para el deleite de leer a este maldito bahiano, que el comer mangas, los dientes mordiendo a fondo la carne de la fruta, la trementina chorreando por la barbilla con su amarillo punzante, la gula de chupar el carozo hasta el fin...

    Salí de la lectura de ese extraordinario relato, yo que andaba hastiado de literatura, con la misma sensación que tuve, y que jamás se repitió, al leer las grandes novelas y cuentos de los maestros rusos del siglo XIX, Pushkin, Dos­toievski, Tolstoi, y especialmente Gogol. Una sensación de bienestar físico y espiritual que sólo dan los placeres de la bebida y de la comida cuando se tiene sed o hambre, y los de la cama cuando se ama. Quincas Berro Dágua represen­ta, dentro de la novelística brasileña, donde ya hay alturas considerables, una cumbre máxima. Una cumbre a la que todos los escritores jóvenes deben apuntar, con una envidia sana y con un saludable deseo de superarla. Tanto peor si no lo hicieren. (Publicado en última Hora, Rio de Janeiro, 1959).

     

     

    I

     

     

    Hasta hoy persiste cierta confusión en torno de la muerte de Quincas Berro Dágua. Dudas por explicar, detalles ab­surdos, contradicciones en las declaraciones de los testigos. lagunas diversas. No hay claridad sobre hora, lugar y últi­mas palabras. La familia, apoyada por vecinos y conocidos, se mantiene intransigentemente en la versión de la tranqui­la muerte matinal, sin testigos, sin boato y sin palabras, acaecida veinte horas antes de aquella otra propalada y co­mentada muerte en la agonía de la noche, cuando la Luna se deshizo sobre el mar y acontecimientos misteriosos ocu­rrieron en los muelles de Bahía.

    Escuchadas, sin embargo, por testigos idóneos, ampliamente comentadas en las lade­ras y en las callejuelas recónditas, las últimas palabras, re­petidas de boca en boca, representaron, en la opinión de aquella gente, más que una simple despedida del ...

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